5 de diciembre de 2006

ADICTA

Crecí entre libros. Tendría tres o cuatro años cuando mi madre, en otro intento de encauzar su vida, decidió abrir una librería. Era una empresa destinada a fracasar en el pueblito en que vivíamos, pero sirvió para que, junto a la ausencia de televisión, hicieran de mi una lectora precoz.
Le dio forma en el garage de nuestra casa gracias a las habilidades del carpintero local que supo construir un enorme mamotreto diseñado por mi madre donde se exhibían los libros.
Los primeros que asalté fueron los estantes inferiores, obviamente, de libros infantiles. No puedo decir que los leyera. No, no los leía. Los devoraba, creyendo hasta la última coma, convencidísima de que alguna vez iba a pasar de un mundo a otro a través de la puerta de un sótano como las doce princesas que amanecían en la tapa blanda de color turquesa cansadas y con los zapatos gastados de tanto bailar por las noches.
Luego siguieron los del medio, los de textos escolares. En estos estantes cada lomo se repetía varias veces. Los libros de primaria tenían tapas duras con dibujos, los de secundaria eran de colores fuertes y letras grandes casi siempre blancas . Yo seguía devorando, insaciable, a veces sin entender lo que leía, otras sospechando que no valía la pena, pero sin poder hacer otra cosa que seguir trepando por el mueble.
Después de un tiempo llegué a los superiores, donde estaban los libros prohibidos por mi madre que fueron cuidadosamente robados y leídos a escondidas en mi cuarto, adentrándome así en los pormenores de hoteles internacionales, catástrofes aéreas, tráfico de drogas, robo de órganos, niños con poderes sobrenaturales y otros horrores semejantes identificables fácilmente por la faja de papel que los envolvía anunciando los millones de ejemplares vendidos y su pertenencia a un cuasi-género de los ´70: los best-sellers.
Con cada libro me sobrecogía un vértigo incontrolable que me impedía abandonarlo y un mandato ineludible hacía que, aunque mi voracidad se pudiera aplacar momentáneamente al alcanzar la última página, me viera obligada a respetar minuciosa y dolorosamente cada línea, porque era él quien imponía su voluntad de ser leído.
Leía desaforadamente, sin tregua ni límite, pero nada de eso me importaba porque la lectura y mi otra adicción que era patinar, constituían toda la escasa sustancia de mi felicidad infantil.