18 de octubre de 2007

LIEBIG


Apartó la chapa con cuidado y metió la cabeza a través de la abertura. Al principio vio solamente la claridad mugrienta de la ventana que flotaba a una distancia imprecisa pero después comenzó a dibujarse la pared altísima que enmarcaba la ventana seguida de las baldosas blancas y negras del tablero de ajedrez del suelo y por último la gigantesca maquinaria de hierro con grandes relojes. De ella indudablemente provenía el ronroneo grave, rítmico y monótono que gradualmente fue tornándose audible.
Levantó la vista y reconoció las gruesas cadenas con sus guinches pendiendo de la viga que atravesaba el ancho interminable del salón recortadas sobre la luz que provenía de la ventana.
No había dudas: eso era Liebig. Lo que no podía imaginarse era cómo él estaba allí, en el viejo frigorífico.
Lo último que recordaba eran sus huesos postrados en la cama, los dolores en los huesos, la morfina, el dulce alivio momentáneo del dolor, los huesos, el dolor, la morfina, el alivio otra vez, el ciclo invariable de la agonía...
Tras la cabeza metió el cuerpo y comenzó a recorrer el salón, mientras asombrado veía aparecer ante sus ojos, cada vez con mayor nitidez, las imágenes de sus antiguos compañeros de sector. Allí estaban. El Tano y Freire ajustando las válvulas de salida del vapor, Rolando controlando los registros de temperatura, García haciendo correr las cadenas a lo largo de la viga para trasladar la carga de peso descomunal de una punta a la otra, el Ruso Virsky y también Costa. Allí estaban, con los uniformes blancos, en Liebig.
El trabajo era extenuante. Los hombres pasaban del frío al calor extremos, iban de la cámara frigorífica a los hornos de cocción al vapor, cargaban las reses congeladas sobre sus hombros durante jornadas que eran larguísimas. Pero a él le gustaba.
Lo habían hecho su padre y su abuelo. Y como ellos él también había crecido alimentándose con la carne enlatada en Liebig, se había enamorado de una compañera de trabajo, y había comprado la casa donde crió a sus hijos con el crédito que le había dado el frigorífico.
Pero para ellos ya no sería igual.
Después de haber soportado una larga serie de cambios de firma y reconversiones el frigorífico fue cerrado definitivamente. La muerte de Liebig coincidió con el inicio de la enfermedad que lo conduciría a la suya.
Mientras seguía caminando, tuvo la sensación de que casi no necesitaba apoyar sus pies. Tampoco sentía ningún dolor. Y entonces lo comprendió: estaba otra vez en el lugar del cual nunca había querido irse.
Liebig era su cielo.